21/1/16

Tus hijos no son tus hijos, son hijos de la vida.


¿Qué te parece esta reflexión de Kalil Gibrán? Yo me identifico con ella. Me vino a la mente hace un rato cuando veía la invitación a una concentración que se hacía en favor de los muchos hombres y niños que se ven desposeídos de la normal convivencia entre ellos después de separaciones traumáticas. Por desgracia siempre hay algún ganador, pero siempre hay más perdedores.

Hay un sentido de pertenencia que nos identifica a todos las personas: pertenencia a una patria, a una familia, a un club deportivo, a un grupo de amigos. El sentido de pertenencia nos hace tener esa sensación de que somos parte de algo y de alguien.

Durante mucho tiempo se tomaba el sentido de pertenencia como unos de los elementos que subrayaban la implicación de las personas en sus trabajos, familias o actividades de tipo social. Sin un sentido de pertenencia la involucración de las personas era mucho más pequeño. Era algo así como si pertenencia e identidad fueran íntimamente unidas.

Me llama mucho la atención que en una sociedad como en la que vivimos, y a estas alturas de la historia, los niños que son los protegidos por excelencia se vean entre la espada y la pared de tener que pagar las consecuencias de relaciones que no han funcionado o de situaciones mucho más graves en las que el sentido de posesión de la vida del niño prevalece por encima del mismo.

Me hace recordar a los viejos tiempos en los que los padres decidían que carrera tenía que estudiar el hijo o con quien tenía que casarse. Esos tiempos que parece que han quedado atrás siguen marcando una época en la que alguien es el dueño de la vida de los niños y cortan por lo sano lo que un niño necesita, a veces por venganza, otras por problemas de necesidades psicológicas en las que uno de los padres depende de controlar la vida de los demás. Es cierto que puede haber casos y casos, pero la norma tendría que velar más por los derechos de los hijos que no por la incompetencia de los padres.

Ni los hijos son una extensión de cada uno de nosotros, ni son la proyección de lo que llevamos dentro. Nuestros hijos, como dice Kalil, no son nuestros hijos, sino hijos de la vida. No podemos elegir por ellos, no podemos exigir que nos amen, no podemos hacer que piensen como nosotros. Simplemente los hemos traído a la vida para lanzarlos a la vida y hacer que el diamante que llevan dentro brille hacia el exterior.

En un mundo en el que nos quejamos de niños muertos en playas, víctimas de situaciones injustas de la vida, y en un mundo que no tolera el maltrato infantil, ¿cómo reacciona ante éste maltrato en el que se le desposee de una parte importante de su vida sin que él lo haya elegido? Tal vez sea duro con la siguiente pregunta que lance al aire: ¿No estamos ante una situación de maltrato y esclavitud institucional que destroza la vida de los niños? ¿No sería más fácil exigir por ley que los padres aprendamos a convivir como personas?

Tal vez le exigimos a los niños mucho más de lo que le podemos exigir a los padres. ¿No sería bueno recobrar la normalidad de la vida de la misma manera que lo hace un conductor que ha perdido los puntos del carnet de conducir o de quien tiene que hacer trabajos en beneficio de la comunidad por faltas cometidas? Tal vez miremos hacia otro lado porque es mucho más fácil sentirnos personas de progreso porque somos capaces de romper, sí de romper vida y reemprender el vuelo en la vida. Si a los adultos una etapa de duelo nos supone generalmente dos años de nuestra vida, ¿qué será la vida de un niño que sabe que su padre o madre están ahí y no tiene acceso a él o ella por la cabezonería de uno de ellos.

¡Dejemos que vivan y que den vida a los demás!